Es probablemente uno de los momentos más célebres de la televisión en España, un Fernando Arrabal beodo interrumpiendo constantemente la tertulia dirigida por Sánchez Dragó de El mundo por montera sobre el Kali Yuga. El tema a tratar tenía relación con una serie síntomas de decadencia que el propio Dragó enumera en su introducción, de ahí la célebre cita convertida en chiste: «El milenarismo va a llegar». Pero aunque esto haya sido motivo de mofa durante más de 30 años, el paso del tiempo demostró que el excéntrico dramaturgo tenía razón y el milenarismo acabó llegando.

No es mi intención meterme en el charco de ponerme a hablar de teología en profundidad, principalmente porque soy totalmente lego en la materia, pero también porque no es necesario para el propósito de esta entrada. Sin embargo, sí es conveniente que me pare en un par de definiciones. El significado original de milenarismo ha estado siempre bien definido dentro de la escatología cristiana. Se refiere a la creencia de algunos cristianos de que, basándose en el capítulo XX del Apocalipsis, después de la Segunda Venida de Cristo se establecerá un reino mesiánico de mil años que precederá al Juicio Final. Según el Apocalipsis, los habitantes de este reino serán los mártires, que tendrán el privilegio de vivir en éste con mil años de anticipación a la resurrección de los muertos. Sin embargo, primeros cristianos interpretaron esto en una manera más bien libre que literal, por lo que pensaban que dicho reino era inminente, que su llegada sería repentina y que ellos vivirían para verlo, por lo que tenían que estar preparados. Las sectas milenaristas se caracterizan por una imagen de la salvación que tiene los siguientes elementos: es colectiva —sólo para los creyentes fieles—, ocurre en el mundo terrenal —no uno sobrenatural—, es total — transformará la Tierra por completo— y por último, sucede de manera milagrosa mediante la intervención de un poder sobrenatural.
Esta creencia no es exclusiva del cristianismo y tiene paralelos en las otras cuatro grandes religiones espirituales, pero en lo que atañe al mundo judeocristiano en particular podemos diferenciar dos maneras en las que este fenómeno ha aparecido a lo largo de la historia: pre-milenarismo y post-milenarismo. En el primer caso, Jesús vuelve antes del evento milenarista y llega a un mundo absolutamente corrompido por el vicio y la decadencia, esto es así por la tendencia del Hombre hacia el pecado. Es decir, proceso histórico es pesimista y el mundo va hacia peor, es milenarismo catastrofista. Por contra, en el segundo caso, Jesús vuelve después del evento milenarista, por lo que nos encontramos en un mundo en el que ya sólo quedan los justos, es decir, el proceso histórico es optimista, es un milenarismo progresista. Aunque no hay que llevarse a equívocos, ya que esta acepción de progresista no es la misma que su acepción política, sí es verdad que es dentro de este último segundo tipo donde la utopía comunista se encuadra. Con el fracaso del socialismo real tras la caída del Muro de Berlín, esta última posibilidad queda descartada para los milenaristas de nuestro tiempo, por lo que sólo les queda una visión del fin del mundo de la del primer tipo.
Como ya se ha dicho, esto es un fenómeno que ya se ha dado en varios momentos de la historia, en concreto en aquellos periodos de decadencia y en los últimos estertores de una era. Los momentos en los que los cultos milenaristas tuvieron más auge se pueden encontrar en el paso de la Antigüedad a la Alta Edad Media, en de la Alta a la Baja Edad Media y en el de la Baja Edad Media a la Modernidad.
Supongo que el lector ya debe intuir a dónde quiero llegar. Lo descrito más arriba se parece bastante al discurso de la izquierda postmoderna, particularmente a una sección: el ecologismo. Generalmente, el proyecto de la izquierda ha sido definido en innumerables ocasiones como una herejía del cristianismo. Sin embargo, lo que diferencia a esta última iteración es que es una herejía del cristianismo en la que, como señala el filósofo esloveno Slavoj Žižek, no está Jesucristo. Sin Jesucristo no hay redención. Y sin redención, el fin del mundo sólo conduce al infierno.
Sobre la muerte de Dios se ha hablado ampliamente en los últimos años, pero es necesario recordar que no se mata a dios como concepto abstracto, sino al dios cristiano en particular. Sin Él, lo que sucede es un retorno al pensamiento mágico y al animismo. El paso en esta ocasión es del Logos al Mito. Si nuestros ancestros creían en infinidad de mitos que explicaban diferentes fenómenos, en la actualidad nos encontramos con un mito exclusivamente porque el substrato monoteísta en nuestra cultura es demasiado fuerte. El producto de esto es que la nueva deidad de nuestro tiempo sea la Naturaleza. Si en el pasado los cultos milenaristas aparecieron para señalar los vicios y pecados característicos de cada era, el mayor pecado que se comete en el presente es el de la sobreexplotación de los recursos naturales, o al menos así lo ven los adeptos a la secta del calentismo. A través de la civilización y la industrialización, el hombre perdió contacto con el mundo natural. Se deduce de aquí que el método para acercarse a la nueva diosa es mediante la destrucción de todo aquello que nos aleja de ella. Escohotado dice de los comunistas que tienen un gran resentimiento a lo físico, el ecologismo como un subproducto menor del comunismo, es la consecuencia de llevar este resentimiento al extremo. El ecologismo es ante todo un proyecto anticivilización.
Eliminar 2.000 años de cristianismo no es una tarea sencilla que se pueda llevar a cabo de un día para otro. La psique europea tiene embebida de sí en lo más profundo un poso judeocristiano para el que harían falta unos niveles norcoreanos de lavado de cerebro para hacer que desapareciera. Por eso permanecen en el ecologismo dos ideas principales del cristianismo. La primera es la del diseño inteligente, la Tierra es un sistema perfecto que se autorregula mecánicamente. La segunda idea es la del Hombre como criatura especial de la Creación, es decir, es su acción exclusivamente la que provoca que el sistema diseñado inteligentemente mencionado más arriba esté desajustado. Como dirían los schmittianos, las ideologías rellenan el vacío que deja la religión. En palabras de Michael Shellenberg: «El ecologismo hoy día es la religión secular dominante de las personas cultas, de la élite de clase media-alta en la mayoría de los países desarrollados así como en muchos de los de en vía de desarrollo. Provee de un nuevo relato sobre nuestro cometido individual y colectivo. Designa a buenos y malos, héroes y villanos. Y lo hace en el lenguaje de la ciencia, que provee la legitimidad».

Es importante destacar que no hay que confundir esta versión apocalíptica sobre el Medio Ambiente con una sana conservación y protección de éste. Lo segundo es una actitud que cualquier persona que tenga amor por su país debería tener, lo primero no deja de ser otro producto de la pérdida de fe en la humanidad resultado de los acontecimientos de la primera mitad del siglo XX en la que ésta casi se destruye a sí misma mediante el asesinato industrializado y las bombas atómicas. El nihilismo y tanatofobia —temas para los que tengo previsto escribir en el futuro— derivados de esta pérdida de fe se suman al narcisismo generado por las redes sociales y hacen que el individuo postmoderno sea incapaz de lidiar con la idea de que después de que él muera, el mundo siga su curso como si nada. De ahí que considere que el mundo se destruirá cuando él ya no esté: «si yo no existo, el mundo deja de existir también». Si además le añadimos la división entre héroes y villanos y lo que Ernest Becker llamó proyecto de inmortalidad, lo que resulta es que nuestro individuo postmoderno encuentra una manera de hacerse inmortal al ser el héroe que hace que el mundo siga su curso tal y como fue creado cuando él ya no esté.
Pero recuperemos el hilo, ya que el tema principal de esta entrada no es el ecologismo en sí, sino el culto al fin del mundo. Si se ha hablado de lo primero es porque es el mayor ejemplo en nuestros días de lo segundo. Pero eso no significa que sea el único. Esto es algo en lo que he caído en la cuenta recientemente: yo soy miembro de otra especie de culto milenarista. Si tuviese que decir cuál es mi apuesta sobre lo que sucederá en el futuro diría que es la de un colapso civilizatorio. Hasta aquí me ha llevado una pulsión extraña que me ha hecho sentirme tentado por visiones del futuro en las que nuestra civilización desaparece. He sido guiado por las lecturas de Spengler, Evola, Burnham, Yarvin, Dreher, Kaczynski e incluso shitposters en la órbita de lo que se denominó Graph Twitter. La peseta que faltaba para el duro vino con la actitud de los occidentales frente a la pandemia del SIDA chino COVID-19. La única solución posible era que esta civilización decadente y cobarde fuese destruida hasta los cimientos, que lo mejor que se podía hacer era tomar la pastilla transparente: desentenderse, hacerse fuerte y esperar al colapso porque ya saben eso que se dice comúnmente en nuestros círculos, no se puede conservador en un mundo en el que no queda nada que conservar.
Pero hace unos días, departiendo con sinmasers sobre la secta del calentismo, tuve uno de esos relámpagos mentales que le ocurren a uno cuando hace un descubrimiento sobre sí mismo. Ese descubrimiento era que, al fin y al cabo, yo no era más que otro creyente en la idea de que el fin del mundo está cerca. La única diferencia radica en que mi mundo, o más bien mi visión de éste, es completamente diferente. Ante una misma actitud vital derivada de vivir en el mismo sistema, lo que se da es una adaptación ideológica. Si nuestro culto apocalíptico particular no tiene tanta tracción es porque las grandes empresas y bancos no invierten millones de euros en promover estas ideas. Si por lo que fuese, Iberdrola tuviese entre sus intereses corporativos la promoción de la natalidad en Europa, no dude el lector que veríamos anuncios publicitarios con txalapartas sonando de fondo mientras se moraliza sobre las virtudes de tener una familia numerosa. Lamentablemente, la física cuántica no ha sido capaz aún de transportarnos al universo basado donde esto ocurre.

Gracietas aparte, es importante recalcar que estas nociones del futuro no son disparatadas, sino que tienen bastante parte de verdad. Tan cierto es que nacen muy pocos niños y que están intentando reemplazarlos con varones extranjeros en edad militar como que el entorno natural está siendo explotado a un ritmo de extracción de recursos y vertido de residuos con el que no es capaz de lidiar —hay un debate ético sobre si esto es inherentemente bueno o malo, personalmente pienso que es terrible, pero no es el tema de esta entrada—. Lo que sucede es que esto se encuadra dentro del juego de humo y espejos típico de las comunicaciones política y corporativa, donde se mezclan verdades, medias verdades, mentirijillas y mentiras para crear la sensación de que es imposible saber la verdad y, por lo tanto, abrumar con información al público para provocarle una parálisis por análisis.
La capacidad de prepararse para un evento futuro catastrófico es lo que separa las naciones exitosas de las naciones que son un caso perdido, esto es incluso aplicable a las personas individualmente. Lo que reflejan estas predicciones sobre el futuro no es tanto lo que finalmente ocurrirá sino que reflejan lo que tememos en el presente. Pero predecir el futuro a través del presente no sólo es un mero sesgo cognitivo, sino que también es un error y es uno de los métodos principales que tienen los estados de meternos goles —aplanar la curva como el caso más reciente—. Quizás es una obviedad, pero no está de más repetirlo: que programas como Stata, Excel o Matlab tengan la función de darnos una ecuación geométrica para una serie de datos no es lo mismo que tengan el don de la adivinación. Repitan conmigo: las tendencias mostradas por los datos existentes no predicen el futuro a largo plazo. Reflejan tendencias y permiten hacer estimaciones, ya está. Por eso es imposible saber la temperatura del año 2050 y por eso Bitcoin no alcanzó los 100.000 dólares en septiembre de 2021 como decían todos los entusiasmados analistas que trazaban líneas en diagramas de velas. Hay quien tiene dificultades con esto, hay quien incluso pretende rebobinar la historia, pero lo cierto es que la Modernidad ha muerto. O, parafraseando a Nietzsche, la matamos nosotros. Como decía uno de esos esperpentos cibernéticos tan comunes en la época salvaje de internet (1989-2004 RIP): la vida es un lugar peligroso. El mundo no es la pizarra de Obama, el mundo es un caos, no un mecanismo.
No queda cateto con ínfulas que no haya usado esta cita, y cómo este blog pertenece a uno, allá vamos: «Es más fácil imaginarse el fin del mundo que el fin del capitalismo». El lector ya estará acostumbrado al uso pueril y atrapalotodo que se hace de la palabra capitalismo, pero entiéndase aquí no como modelo económico en abstracto y teóricamente, sino su versión realmente existente, en términos amplios como la ideología de la postmodernidad. El nombre que reciba nuestra era será puesto por nuestros descendientes cuando la estudien, de momento conformémonos con llamarla como lo que viene después de la Modernidad, pero el ya citado Mark Fisher tiene un nombre alternativo: Realismo Capitalista. En sus propias palabras, es la noción extendida de que «el capitalismo no sólo es el único sistema político y económico viable, sino que hoy día es imposible siquiera imaginar una alternativa a éste que sea coherente».
Comenté en Twitter que la apuesta de las multinacionales e instituciones financieras por la narrativa del cambio climático tiene que ver con una estrategia diseñada para un mundo en el que la escasez de materias primas es la norma, sea bien por mero agotamiento material, bien por conflictos geopolíticos, lo relevante es que intuyo que es falso eso de get woke, go broke, sino que lo que estamos presenciando es un desmantelamiento del sistema desde dentro por parte de las propias élites para resurgir en un nuevo sistema post-abundancia en la misma posición de dominio que en el sistema actual. Alguien me hizo un comentario muy agudo sobre esto y es que la escasez de materias primas es irrelevante para este plan de desmantelamiento interno, que en un modelo de capitalismo basado en servicios y finanzas, la economía productiva basada en la transformación de materias primas es más bien un lastre que las élites occidentales se quieren quitar del medio. En cualquier caso, sea cual sea el motivo, lo que intento demostrar es que los llamados globalistas sí son capaces de imaginar un futuro brillante alternativo para sí mismos, para lo que planean en consecuencia. Pero no me quiero distraer hablando sobre los intereses perversos de las multinacionales o el Partido Comunista Chino. Tampoco lo es engañar a nadie, viendo la pinta que tiene el panorama, es normal dejarse llevar por el desasosiego o el cinismo. Pero es importante señalar que la mayoría de males que nos afligen socialmente pueden ser revertidos en poco más de una década y la historia está llena de ejemplos cercanos que lo pueden probar.
En su documental Hypernormalisation, Adam Curtis concluye que las protestas ciudadanas de los últimos años fracasaron porque se basaban en la esperanza de que se puede hacer una mejor gestión de lo existente en lugar de hacerlo en una idea que supusiese alternativa completa. Nos encontramos en una encrucijada en la que, por primera vez en décadas, aquellos que odian la vida tienen una idea alternativa completa e internamente coherente, idea en la que nuestra cultura y modo de vida son eliminados. Por ello es necesario no perder tiempo con lo superficial —para empezar porque no se puede discutir con un ideólogo—, sino que hay que ir hacia la raíz. Norman Cohn argumenta en su libro sobre el milenarismo medieval que en la «promesa ilimitada hecha con convicción cuasiprofética a hombres desarraigados y desesperados en mitad de una sociedad donde las normas y relaciones tradicionales se están desintegrando, descansa la fuente del fanatismo medieval […] también aquí lo hacen los fanatismos gigantescos que en nuestro día han convulsionado al mundo». Cohn escribía esto en 1957, si bien algunos de los síntomas de la enfermedad contemporánea ya estaban presentes en ese momento porque se pueden entrever a posteriori, lo hacía en una sociedad diferente a la actual, ya ni hablemos de la medieval. Nuestra sociedad se caracteriza por el exceso, donde se considera que cualquiera que sea el deseo que tengamos es inherentemente bueno y por ello debe ser satisfecho a cualquier precio. La satisfacción de todos los deseos lleva a la desidia y a la distimia como bien han probado las redes sociales, el entretenimiento infinito siempre disponible, las aplicaciones de citas, el porno gratuito, etcétera. Un exceso de hedonismo paradójicamente lleva a la anhedonia. En definitiva, vivimos en una sociedad caracterizada por ser rica en lo material y lo sensorial, pero pobre en lo moral. Cuando se tiene de casi todo pero nada de lo importante, es la consecuencia lógica caer en el desarraigo y la desesperación que llevan al culto del fin del mundo como señalaba Cohn. La crisis no es ecológica ni económica, es espiritual.